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Conflictos, con C de Comunicación

  • auroiablog
  • 10 feb 2016
  • 3 Min. de lectura

¿Cuál ha sido la última vez que has tenido un conflicto con alguien? ¿La semana pasada? ¿Ayer? ¿Hace sólo diez minutos?


Te enfadas con la otra persona, te pones nervioso y a veces el asunto llena tu mente de forma que te ves incapaz de hacer correctamente el resto de tus tareas. Si no es la primera vez que discutes con esa persona, si se trata de un conflicto repetido que viene de tiempo atrás, seguramente hayas llegado a la situación en que odias irracionalmente a esa persona y no la soportas; las líneas de diálogo se han cortado por completo.


Para entender qué sucede en estas ocasiones, deberemos analizar primero qué es un conflicto. Será bueno entonces que simplifiquemos el asunto al máximo y vayamos a un ejemplo del mundo natural: el macho alfa de una manada de ciervos posee un harén de hembras y un ejemplar más joven le disputa el derecho a montar a alguna de las hembras. Por un lado tenemos que el macho alfa acapara a todo el harén porque sigue el instinto natural de perpetuar de forma exclusiva su línea genética; por otro, tenemos a un jovencito rebosante de hormonas que se muere por un rato de diversión. Siendo dos intereses contrapuestos e irreconciliables, calentados además por el fuego irracional de la testosterona, este conflicto sólo se resolverá a testarazo limpio entre los dos contendientes, y uno de ellos – puede incluso que los dos – no saldrá muy bien parado en la refriega.


A partir de aquí, podríamos definir conflicto como un enfrentamiento, bloqueo o tensión entre dos o más partes, producido por un objeto de interés común. En realidad, como veremos a continuación, el motivo principal no es el objeto aludido – existe, nos guste o no –, sino otro bien distinto.


El caso es que nosotros no somos ciervos. ¿Por qué entonces, en ocasiones, nos comportamos con el mismo encono, testarudez y visceralidad que ellos?


Al margen de lo obvio, nos separa de estos animales una diferencia fundamental: nuestro lenguaje articulado. Un lenguaje que nos permite comunicarnos de forma matizada con el fin de intercambiar puntos de vista, de negociar... de entendernos, en suma.


Sin embargo, no siempre se produce ese entendimiento... ¿Acaso nos separan intereses insalvables? Definitivamente, no. Tanto en el caso de los animales como en el nuestro se trata exclusivamente de un problema de Comunicación.


El mayor escollo de nuestro sistema de comunicación es la naturaleza primordial de su principal componente, esto es, los símbolos. Dado que se establecen por convención – es decir, por acuerdo social – sufren de una ambigüedad en su raíz que siempre les impide alcanzar la total fidelidad al trasladar los pensamientos, ideas y recuerdos de una persona a otra/s.


Es por esta naturaleza ambigua que se producen desajustes de interpretación entre las personas; desajustes que se acentúan por las diferencias entre los sujetos comunicantes, ya sean éstas sociales, culturales, profesionales, intelectuales, morales o geográficas.


Debido a ello, un buen comunicador (o un buen negociador) debe aprender a emitir e interpretar mensajes con la mayor precisión y eficacia posible. Es como una gimnasia que, practicada diariamente, te lleva a entender todos los niveles del lenguaje: quién es la persona que emite el mensaje, cuáles son sus circunstancias, qué pretende decir, a quién, cómo lo comunica, qué aspira a conseguir, etc. Es decir, hay que saber leer entre líneas.


Ante la posiblidad de un conflicto, lo mejor que puedes hacer es descubrir los puntos de encuentro con la otra persona – lo que os une –, porque incidir en lo que os separa no os llevará a ningún sitio. A partir de esta coincidencia en vuestros puntos de vista podréis encontrar, en base al Bien Común, la salida más beneficiosa para las dos partes, esto es, aquella que tal vez no produzca el máximo beneficio, pero que reduce o evita el riesgo de pérdidas indeseables.


Pues bien, lo anterior refleja una visión ideal, puesto que las relaciones entre partes rara vez son simétricas, es decir, de igual a igual. La solución, otra vez, está en saber negociar. Si estás en una posición inferior a tu interlocutor, deberás esforzarte en llegar a un entendimiento mutuo, a puntos de encuentro y beneficio para ambos; deberás mostrar todas las ventajas que obtendrá si se aviene a un acuerdo. Si, por el contrario, te encuentras en una posición dominante, bueno será que no abandones esa actitud de diálogo si no quieres llevarte sorpresas futuras: no todos los beneficios de un acuerdo son siempre evidentes o inmediatos.


Finalmente, toda esta complicación viene de utilizar ambiguos sustitutos simbólicos para transmitir nuestros pensamientos a los demás. La tecnología, sin embargo, está poniendo los medios para que, en un futuro no lejano, podamos emanciparnos de los símbolos y comunicarnos de forma directa, sin malos entendidos, eliminando de esta forma buena parte de los conflictos cotidianos.

 
 
 

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